Matar pajaritos

15 de diciembre de 2007.













Crecimos matando pajaritos en nuestro tiempo libre. Cazando sapos en las zanjas para llevarlos a la escuela y allí adormecerlos con cloroformo, abrirlos al medio todavía vivos para ver cómo funcionaban sus órganos, y después tirarlos a la basura. A veces era un conejo el que disecábamos, y la fiesta era aún más emocionante.

Crecimos dándoles de fumar a los escuerzos hasta que explotaran, para comprobar si era cierto que los escuerzos fuman como escuerzos. Clavando con alfileres a los insectos, incluso a mariposas, sobre un cartón o un telgopor para presentarlo como si fuera un cuadro, en la materia Ciencias Naturales. Atándoles, en las tardes de aburrimiento, un cordón al cuello a los gatos para revolearlos varias vueltas en el aire y estamparlos contra alguna pared.

Crecimos pícaros tiranos de la naturaleza, amos y señores, atormentadores de ella para divertirnos como niños, con una maldad masculina permitida, aceptada, que nunca sintió vergüenza de ser tal, sino que más bien se manifestaba con orgullo. (Algún que otro caso de excepción puede haber: alguien me cuenta, conmovido, que de chico una vez alcanzó de un disparo de aire comprimido al pajarito elegido y, cuando corrió a buscar su trofeo, el pájaro no estaba muerto, sino herido y temblando. Verlo temblar, inocente sobre la tierra, le sacó las ganas para siempre de lastimar porque sí. Acaso la imagen le reveló que todos los seres vivos somos sinónimos, principalmente en el dolor.)

Crecimos matando pajaritos. Después nos hicimos adultos. Dejamos por fin de jugar con la naturaleza. Y nos dedicamos a ella con seriedad.

Talamos bosques indiscriminadamente.

Contaminamos ríos con total naturalidad.

Cazamos animales en extinción por hobby.

Depredamos mares porque se nos antojó.

Instalamos mineras que envenenan, o firmamos el permiso para que se instalaran.

Perforamos la capa de ozono.

Nos desentendimos del calentamiento global.

Cambiamos el clima.

Derretimos glaciares.

Empetrolamos pingüinos.

Privatizamos lagos para que fueran la pileta de natación de algunos privilegiados.

Pero crecen ahora, afortunadamente, las nuevas generaciones con una conciencia ecológica que resulta de lo más esperanzador, con una sensibilidad frente a la naturaleza que nadie se hubiera animado a tener en otras épocas; crecen también las nuevas generaciones de docentes que no se cansan de hacer hincapié, desde el aula, en la urgencia de respetar el medio ambiente.

Crecen ahora estas nuevas generaciones, y es como si aunaran sus voces para tararear sin cesar aquello que escribió María Elena Walsh:

"Al que mata a los pajarillos

le brotará en el corazón

una bala de hielo negro

y un remolino de dolor."


 Por Mex Urtizberea

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